noviembre 29, 2007

La mala sangre de Ulises

-¡No te hagas mala sangre!- le dijo Ulises cuando se marchó. Todo fue un juego inocente no más, así que no te hagas mala sangre.
Después de todo la culpa fue tuya al querer ir por lana y salir trasquilada, le dijo el héroe mirándola de reojo.

Impactada por la osadía de sus palabras, se quedó arrumbada frente a las colecciones especiales esperando a que mirara atrás y se retractara.
-No te hagas mala sangre- le dijo. Tomó su rumbo y ya no la miró.

Y se quedó sentada, sin lana para tejer, esperando a ver si es que por curiosidad volvía sobre sus pasos, volvía sobre lo dicho. Pero no.
Y mientras, la sangre se hacía mala sangre porque ya no iba a esperar otros veinte años. Porque ya no habían hilos que enredar y desenredar para matar el tiempo. Si ella no mataba el tiempo, el tiempo la mataba a ella. Cualquier día de estos terminaría con los hilos enredados en su cuello y ese no era un buen final para tan buen escritor.

El osado héroe caminó, caminó, caminó. Y cuando por fin decidió volver - para no hacerse mala sangre- la descubrió coqueteando con uno de los incontables pretendientes.
Y sin lana y sin hilos en las manos.

Ulises, enfurecido y herido en su orgullo de 'macho', se acercó a verificar la increíble escena.

No te hagas mala sangre- le dijo- esta vez la que se marcha soy yo. Quisiste ir por lana y volviste trasquilado.

Penélope tomó su bolsito marrón, se puso su vestido de domingo y se marchó.

noviembre 22, 2007

Un flaneur postmoderno

El sitio on line fotolog.com se ha convertido en una especie de espacio creador de identidad para un sinnúmero de personas. No me atrevo a decir que es sólo la juventud pokemona o pelolais es la que se ha adueñado de estos ‘espacios públicos’ del siglo XXI, sino personas mayores también dedican gran parte de su tiempo a esta actividad. Me parece también que como espacio público (como las plazas y los parques modernos) es casi completamente ‘democrático’ porque, tengas o no un PC conectado a Internet en tu casa, no puedes no tener tu lugar en el sitio y como es de uso gratuito, basta un corto registro para ser parte de él. Esta idea a mi me suena un gustito completamente egocéntrico porque en el noventa por ciento de los sitios, las fotos que aparecen son de rostros, manos, cinturas, ojos que miran al infinito perdido, cortes con flequillo destacados, etc. En síntesis, poses bien de revista VOGUE. Junto a ello, un lenguaje recargado a las x, z, a las síncopas y apocopes los que sirven para dar un sentido 'más expresivo' a la imagen.
Un sitio que hace un análisis del fenómeno fotolog revela que es un espacio de expresión de la juventud actual a través del cual buscan salir del anonimato. Yo pienso que es una obsesión por ser visto, por la política de la pose, por dejar de ser uno más de la cultura masa y ser, por un momento, un sujeto con nombre y apellido. O más bien, con foto y fotolog.
Pero aún quedamos muchos que no nos hemos subido a la ola del flog. Para mi, la palabra sigue teniendo poder y aunque mis post no superen el ‘1 comentario’, prefiero mantenerme en el verso y el párrafo que en el píxel y la palabra cargada a la x. Por eso no uso el flog, sino el blog. Junto con ello, socialmente (a comunidades on line me refiero) el blog tiene una carga mucho más intelectual que el fotolog, dado que el primero es palabra y reflexión y el segundo, solo imagen que muchas veces se queda vacía.
Pese a mi absoluta y casi religiosa negación de subir mi imagen a la red, curiosamente, me he descubierto una extraña obsesión con los fotolog’s que me ha transformado en una perversa voyeur. Ya no más paseante a lo Baudelaire moderno que recorría los cafés de París mirando los ojos de los pobres, ahora existe el voyeur postomoderno que se pasea por los triple doble w punto fotolog punto com.
De ahí, un salto a la intimidad de las personas.
Y me parece que esto es más entretenido que Protagonistas de la Fama porque acá todos son directores de su propio reality y uno, el espectador que tiene un número indeterminado de canales a los que se puede cambiar con un solo clik en el link.
Pero creo esto se pone cada vez peor. Cada vez que caigo en la tentación de escribir la dirección famosa, me paso varios minutos saltando de canal en canal, de señal en señal. Por ejemplo, esta noche perdí varias horas de estudio entrecortado por no poder dejar de leer y mirar las fotografías.
Me hice una cuenta (sin fotos ni identidad) para poder postear a mis primeras alumnas. Pero dejar un mensaje es lo que menos me interesa…me fascina mirar las fotos de las personas. Jamás posteo, yo solo leo. Me entero de las cosas que en la realidad externa van pasando y que se retocan con un poco de dirección o de Photoshop.
Por ello, me parece muy prudente plantear la existencia de un nuevo sujeto de la postmodernidad: un flaneur o paseante postmoderno, que se replegó al espacio privado de la cama, a la quietud del laptop y la señal inalámbrica. Este paseante no se sorprende con las luces de la modernidad, sino con los link de la postmodernidad. Es un paseante que tiene todo el día y toda la noche para recorrer ya no las calles de su cosmopolita ciudad e impactarse con las multitudes, sino para clickear cuanto espacio y sitio se le antoje o cuantas ventanas abiertas soporte la RAM de su notebook.
Lo triste de este nuevo paseante es que ya nada le sorprende, la multitud no existe más allá del laptop y el sujeto, por lo tanto, tampoco. Esto porque se tiene la percepción de que en la web SOMOS y de que afuera NO SOMOS NADA. Para los que buscan la fama por medio de la red, este es el único espacio en el que es posible ser alguien.
Así, se busca cualquier modo de recibir ya sean más post o ser el sitio más visitado o aparecer en las primeras entradas del google.
Frente a esto, el flaneur postmoderno corre el riesgo de perder sus cualidades intelectuales y simplemente convertirse en un alienado clickeador.

De Baudelaire, uno de los poemas más lindos de los Cuadros Parisienses
¡En todo caso lejos, ya tarde, tal vez nunca!
Que no sé a dónde huiste, ni sospechas mi ruta,
¡Tú a quien hubiese amado. Oh tú, que lo supiste!

octubre 29, 2007

CRASH

De los que me conocen o los que han hablado conmigo durante estas dos últimas semanas, cualquiera de ellos podría pensar que la vida me dio la espalda, que se me acabó la buena fortuna, que la pelada me anda rondando o, los más faranduleros, podrían compararme con la Marlen Olivari y, que al igual que a ella, alguna rubia maldadosa me echó una maldición.
Sea cual sea la explicación, el asunto es que estas dos semanas mi cuerpo ha hecho crash y la gota que rebasó el vaso fue el sábado veintisiete a eso de las diez y media de la noche.
Esa noche habíamos decido salir con Rodrigo siguiendo la ruta natural de los pies. Salimos de casa y competimos con otra pareja por dos lugares en el taxi colectivo que nos acercaría a un posible destino.
Nada extraño, hasta entonces.
El vehículo de la estrellita amarilla las empinó por la calle Mapocho y al llegar al cruce con avenida Brasil se produce el primer suceso del relato fantástico: una camioneta de ruedas patonas se dirigía muy campante en sentido contrario. ‘Peligro público’ en una avenida en la cual los vehículos circulan, por las cuatro pistas sentido oriente, a una velocidad promedio de 70 kilómetros por hora. El chofer rápidamente lo esquivó, le tocó la bocina, dijo un par de chilenismos y siguió.
Ante tan extraño suceso, me di vuelta para asegurarme de que la visión era real. Fue en eso cuando la cosa se hizo más compleja y más extraña: un jeep blanco estaba a punto de investir contra el taxi colectivo, con nosotros adentro. Solo recuerdo el color blanco, las luces delanteras, el rojo de luz de freno del taxi y el tremendo CRASH.
Dolor, mucho dolor. Miedo, terror.
Reaccioné en los brazos de Rodrigo que tocaba mi cabeza. Yo decía: me duele amor, me duele mucho. Rodrigo sintió sangre. Creí desmayarme. No hay sangre amor, no te rompiste. Júrame, amor, que no me rompí la cabeza. Júramelo.
Reaccionamos todos. Habíamos sido impactados violentamente por un jeep y yo me encontraba totalmente damnificada. Con el golpe, mi cuerpo se movió como los muñecos de prueba de accidentes de tránsito (iba en el asiento trasero, al medio), mi cabeza se golpeó violentamente con la parte trasera del vehículo, mi cuello se balanceó sin control adelante y atrás. El dolor era tan intenso que yo creía que el parachoques delantero del jeep me había golpeado.
Luego todo se volvió un caos. Me quedé sentada en el mismo lugar, cuidando de no moverme. Una señora se acercó a darme agua. Luego muchas señoras comenzaron a llegar, niños, hombres y muchos, muchos curiosos.
La primera sirena: los bomberos. ¡Por favor, puedo salir caminando! Pero, en su afán de ser héroes me sacaron del auto con todo el show y me dejaron acostada, e inmovilizada, en la vereda ante la mirada curiosa de las decenas de personas que habían llegado hasta entonces. Había que esperar que llegara la ambulancia.
La segunda sirena: carabineros siguiendo el proceso. Su nombre, su edad, su fecha de nacimiento, su nivel de estudios, su estado civil, su profesión (por primera vez lo dije: profesora). Mientras yo, tendida en el suelo, le gritaba cada uno de los datos que me pedía.
Tercera sirena: la ambulancia del SAMU. Tómenle el pulso. Inmovilícenla por completo. A la camilla a la cuenta de tres (oh, ¿y si no pueden levantarme?). UNO-DOS-TRES. Rodrigo quédate a mi lado, que me muero de vergüenza. A la Posta Central.
A esas alturas el dolor del cuello iba en aumento. Me dolía la cabeza y me estaba dando sueño. No me dejaban dormir. Me subieron a la ambulancia y encendieron la sirena. No me di cuenta de cuando llegamos a la urgencia de la posta y me ingresaron como a los pacientes de E.R.
El dolor era cada vez más intenso. El hematoma de la cabeza crecía y crecía.
Y me estaba volviendo loca de estar inmovilizada. Quería mover las piernas, ¡por favor, suéltenme un poco! ¡Atiéndame que me duele!
Para dejar de pensar en el dolor Rodrigo me hacía reír. Después de todo el paseo tenía su toque: me llevaban de un lado a otro en camilla, llena de cuerdas y con la cabeza envuelta en aparatos que impedían mi movimiento. Habíamos paseado en un vehiculo de emergencia (era mi primer paseo en ambulancia y con sirena y todo).
Me enviaron a rayos para ver qué tipo de lesión tenía. Cuando salí de la sala de urgencia Rodrigo, haciéndome reír nuevamente, me dijo: ¿a dónde te llevan mi amor? ¿a la morgue?
El diagnóstico: esguince cervical.
Ahora estoy en cama, con un cuello de repuesto que sujeta mis vértebras, con dolor intenso en el cuello, pero viva.
¡Te quedaste con cuello mi amor!
Así fue. Nos quedamos sin paseo, sin cena, sin nada. O sea, con una historia divertida que contar, porque afortunadamente me puedo reír y, aunque duele mucho, no tengo que lamentar nada más.

octubre 19, 2007

Fantasmas en la habitación

Estaba cerca. Lo ví entre los muebles. Sólo pedí un paso. Dos pasos. Que se mueva un paso. Que se quede ciego ante mis pasos.
Estaba cerca. Tan cerca que sentí lo errático de sus pasos, el movimiento imperceptible de la tierra al ser pisada.
Seguía cerca. Sentí su aliento en mi espalda. Los pelos de la nuca se me erizaron como si un fantasma hubiera pasado caminando entre los libros.
You don't see me. Por favor, cierra los ojos.
Eres sólo una sombra entre las páginas rasgadas de mi novela. Una sombra entre las sombras.
Un fantasma que nunca regresó.

octubre 12, 2007

Nuevo blog inaugurado!


A todos los lectores (si es que hay algunos) los invito a leer mi nuevo blog "Literatura y educación".

septiembre 12, 2007

Inmunidad



Me quedé con este cuento para Santiago en 100 palabras, por corregir y corregir se me cerró el plazo diez minutos antes de que decidiera que estaba listo.
Inmunidad

Pucha que la embarraste. Jamás debiste decirme tu edad, no ves que al ser más chica que yo me dejabas inmune a tus encantos. Pero tenías que cruzarte, tan radiante como siempre, en el panteón del Campus Oriente e invitarme a tu cumpleaños número veintitantos.
Y ahora te haces la inocente y desaparecida, mientras como loco insisto buscarte en las calles de Macul, en las estaciones terminales del metro, en las estaciones de intercambio, todo para ver si por casualidad te encuentro y así invitarte a conversar arriba de un árbol, sin ocultarme de nada.

septiembre 05, 2007

En la quebrá del ají

Todos dicen:
"Aquí y en la quebrá del ají".
Pero tal sentencia
simplemente no es así.
Tú no eres igual
ni aquí ni en la quebrá del ají.
Y no es tu forma
sí el contenido.
Eres otro aquí.
Y no le cuentes a nadie,
pero a mi me gusta
el que se esconde
en la quebrá del ají.

junio 14, 2007

El Fútbol y la Alegría

Mientras cantaba “Y dale alegría, alegría a mi corazón, es lo único que te pido al menos hoy”, con lluvia, viento y ramas que se volaban, me tomó por sorpresa el comentario de un amigo acerca del origen de dicha canción de Fito Paéz.
Sabes que esa canción es para Maradona. Qué, como es posible que tan bella y sencilla canción se haya escrito por la idiota razón de un gol, de un tipo que hacía millones de goles.
Reconozco mi profunda decepción.
Y luego, rabia y desazón ante el funesto descubrimiento porque no me contenté con la afirmación, sino que me metí al Google para ver si era verdad o solo una alucinación.
Sí, efectivamente la Alegría para Fito descansa en la promesa de un gol, en los 90 minutos que dura un peloteo de allá para acá.
Jamás he entendido esa pasión que puede provocar el fútbol y no sólo en los hombres (aunque mayoritariamente sí) sino también en las chicas que prefieren quedarse pegadas al CDF o darse una vuelta riesgosa al estadio que ir al mall.
A mi me carga el fútbol, pero no por el fútbol en sí. Lo que me parece detestable son sus efectos: el embobamiento que puede producir ver a unos tipos corriendo tras la pelota o el hecho de estar llorando porque pierden un gol, llorando porque pierden un partido, llorando porque el ídolo se jaló toda la coca y está al borde de una intoxicación.
¿Y así dicen que los hombres no lloran? ¡Por favor!
Y más aun, cómo eso te puede alegría, o sea momentánea sí, pero de ahí a que se te vayan las penas y el dolor, como dice Fito. No, eso definitivamente no me lo trago. Yo me acuerdo de la dicha enorme que tuvo mi viejo cuando el Colo ganó la Libertadores en el 91; fue tanta su alegría que nos llevó a todas sus mujeres (mamá-hermanas-yo) a la Plaza Italia porque tenemos que celebrar de Arica a Magallanes por Colo Colo ejemplo de valor. Tanto duró su alegría y la de todos los choferes de taxi o micro que tuvimos que volver a pie desde la Plaza Italia hasta Quinta Normal (y no es en el Parque, es mucho más lejos) y al otro día tuve que ir al colegio igual, con dolor de pies y sueño.
¡Qué alegría, no! Desde entonces he visto uno que otro partido de la Selección, pero no me da ni pena ni alegría. Ganen o pierdan, me da igual.
Ahora, cómo entiendo que para algunas personas esto sea una cosa trascendental que pueden llegar a matar al del bando contrario, como ese barrista de la Garra que se envalentonó cuchillo en mano con otro en un partido. ¿Eso es pasión?
Quizás tenga que leer los dos tomos de Cosas del Fútbol que escribió Francisco Mouat para ver si algo llego a comprender de lo que por ahí pasa o se vive (porque el fútbol se vive)
Aunque debo reconocer que tiene su comidillo bastante entretenido para ver por las mañanas: porque el fútbol ya no les compete únicamente a los periodistas deportivos, sino también a los de farándula. Ahora ya no nos contentamos con ver cuántos goles hacen, sino también con los goles que hacen en ‘otras canchas’. Y eso es deportivo por acá.
A mi me da prurito el fútbol, me da espanto cuando coinciden mi cuñado y mi novio algún domingo porque se vuelven unos verdaderos idiotas insoportables. Y qué me importa si expulsaron al no se quien, si la pierna está bien en la casa, si le puso los cuernos con el delantero, si está con tarjeta roja porque es gorreado, si se recuperaron al final del partido, que es lo más grande see, see…y dale, y dale…dale, dale, dale..(Con esa voz gutural, que no es la del chileno, obvio).
Basta por favor, basta de fútbol. Por favor!
Fito, en qué pensabas cuando escribiste esa canción para Diego. De verdad creíste que eso es la alegría, de verdad lo sentiste. Dale alegría a mi corazón y que no sea esa la razón.

mayo 04, 2007

Odi et amo

Algunos días atrás una profesora nos pidió a la clase que uniéramos dos términos que nos parecieran extremadamente lejanos como "manzana y libro" "telas y árboles" o cosas así, aunque si lo pensamos podemos acercarlas siempre de alguna manera.
Uno de mis compañeros dijo "Amor y odio", pero de inmediato fuimos varios los que dijimos: no esas palabras están muy cerca. Y así parece ser.
Cinthia decía en un post que esas dos emociones no pueden ir separadas y precesisamente , y tal como le ocurre a Cinthia, a quien más amo es a quien mas he llegado a odiar.
Soy todo tu mal? Quizás. En esos minutos dejo de ser yo misma, y soy una cargada de odio, de rabia, de rabia dolorosa. Nadie más ha visto a esa yo misma. Y hablo, y uso mi palabrería creativa para odiar, para producir dolor.

En los Catulli Carmina el amante afirma en una oportunidad que ama y odia. Ama a su amada Lesbia con toda la pasión de un amor no cristiano, un amor corpóreo, lleno de vitalidad y fuego. Del mismo modo odia, con un odio no cristiano, no compasivo.
Odi et amo, sin saber por qué ambos sentimientos conviven juntos. Odi et amo, y es algo que tortura, que nos hace sentir como si fuéramos males, malas mujeres. Probablemente tenga que ver con nuestra herencia cultural de lo que es el amor, cristiana-occidental, por lo demás. Nuestra forma de amar es cultural: el amor está configurado por una serie de factores que han devenido el amor actual.
Catulo, seguramente, no se sentía ni un mal ni un mal hombre.
Pero nosotros sí. Amamos y odiamos a quién más amamos. Es en ellos en quienes descargamos nuestra rabia, nuestro dolor.

mayo 01, 2007

Maldición

Maldita la suerte que he tenido que correr por estas horas de fuerte incertidumbre y fuerte dolor. El miedo se hace grande en esta habitación y aquellos brazos que calmarían el dolor ya no quieren abrazar, ya no quieren calmar. Soy yo la causa de su furia y él la causa del dolor. Siembro goterones de sal y todo nubla la razón, el deber en la cama queda olvidado, la cordura se pierde en el aire y la única fuerza está aquí escribiéndose letra a letra. Pero la maldita amargura y la maldita sangre corren en la pared, la maldición lanzada pesa sobre el corazón, pero pesan también las palabras de odio y de repudio.
¿Cómo es posible que quienes han sido dos sean capaces de odiar de tal forma? ¿Cómo es posible que se quede todo en nada?
Conjuré su suerte en dos palabras de muerte, dos frases odiadas y arrebatadas del espíritu violento que habita en mí. No soy en este instante un cuerpo apaciguado, soy ira y rabia, y tristeza la consecuencia de mi rabia. No eres mi amante en este instante, eres mi juez sentenciador a muerte, mi crucificador, el silencio que tanto odio, eres el sepultador.
Soy todo tu mal, quizás. ¿Acabar con el mal?
Como dejar que esta maldita hora rompa las cientos de horas que viven y valen, como dejar que las cartas ardan en la hoguera del olvido.
Mas cuesta creer, aunque lo deseo, mas cuesta el no dolor, aunque lo deseo, y cuesta no oírte, aunque lo deseo.

abril 24, 2007

Mosaico ¿Me arrendé?


Hoy recibí una fuerte y dura crítica de mis colegas profesores. Era algo que no esperaba y la verdad es que en el momento en que acepté la mentada, y vilipendiada, oferta ‘laboral-cultural’ ni siquiera pensé en posibles consecuencias, en ideologías, en izquierdas o derechas, sino sólo en la posibilidad de escribir y de tener un espacio, en un medio no-masivo (ahora me doy cuenta de que no es así) de comunicación, en el cual distribuir lo que pienso.
Ahora, sin embargo, he cuestionado bastante la decisión, pero no porque me importe mucho si la línea editorial no tenga nada que ver conmigo, sino porque parece ser que me arrendé ‘intelectual-creativamente’. ¿Acaso trabajar en un medio implica que tengo que pensar como sus? ¿No puedo, desde ese u otro medio, hacer un intento por masificar mis planes literarios y sociales?
La historia pasó hace más o menos un mes atrás cuando el nuevo director de Mosaico me pide que escriba una anécdota o relato que me haya ocurrido en el Metro de Santiago. Bien, ingenua. No pensé en nada más que en la posibilidad de escribir, de sentirme ‘obligada’ a redactar algo con cierta regularidad y qué mejor oportunidad de hacerlo y aparecer en un pedacito de pasquín universitario. ¿Ego? Sí, un poco.
Ahí me dediqué a realizar una inmersión ideativa (paso uno de la producción textual) entre los apretados y acalorados vagones del Metro ahora que existe (¿o no?) Transantiago. El primer envío fue este que, ahora comprendo las razones, fue rechazado por la editora:

Las manos del Metro
La multitud que nos hizo conocer Transantiago ha puesto en las bocas relatos de desesperación cuando no podemos abordar un vagón de Metro y debemos luchar por un pedacito del metro cuadrado.
Muchas personas han debido soportar manos impúdicas de quienes ‘no pueden ponerlas en otro lugar’. Afortunadamente, no he sentido manos intrusas, pero sí he tenido al alcance de mi mano, otras manos llenas de historias.
Hace unos días, cinco manos luchaban por un lugar del cual sostenerse. Las manos hablaban: una portaba un anillo reluciente, otras dos casi no hablaban: todas suaves, limpias y aferradas por llegar a casa.
Pero hubo una mano que llamó mi atención: una anciana mano, llena de heridas y pintura, la mano de un hombre viejo que luchaba por sostenerse a la vida, ganándosela en una obra, quizás en qué lugar del barrio alto, en un lugar en el que era un obrero más, un viejo de mierda cualquiera, que no se apura, que no se mueve y que más encima anda todo manchado y hediondo a diluyente.
Una mando, manchada de años, manchada de esfuerzo, manchada de trabajo. Una mano cansada que anhelaba respeto y un descanso.
Y mi mano, buscando historias para contar, en las manos de otros.

Mi amigo, director de Mosaico (aun con alma de Letras) me dijo que según la editora la historia no servía, que era muy poética, muy dramática. Muy, emm…como decirlo ¿social, comunista, roja? No, eso no es lo que buscamos.
Ahí me vino nuevamente mi rabia vieja con la mentalidad periodística tan fría, tan estadística, tan de datos, tan poco poética, como dicen ellos. Así que me largué a escribir en metáforas en contra de los periodistas; el resultado, como podrán imaginar, fue de total agrado de la editora sin saber que ella era la protagonista. Nótense las frases inconexas del contexto:


Obligaciones Metro-politanas
(Decálogo del buen escritor)

Hace unos días una chica me pedía con urgencia que me subiera a su carro. Lamentablemente ese carro estaba lleno, abarrotado de personas, abarrotado de informaciones, colapsado de datos inútiles. Y lo peor de todo, ese carro no iba en mi dirección. El metro cuadrado estaba llenito y honestamente, no me interesaba compartir mi privado espacio con quien (casi) me obligaba a subir.
Entonces fingí que podría subirme, tratando de apretarme los sesos para darme un espacio entre ellos.
Ahí me vino el colapso nervioso: me faltaba el aire, quería escapar por las ventanas, aunque quedara atrapada en el túnel oscuro y sin salida, me sentí como la niñita que se desmayó entre tanto apretón y falta de oxigeno.
- Señores pasajeros estación Salvador-
Afortunadamente (para mi) logré bajarme a tiempo de ese carro.
Lamentablemente, para ella, ni siquiera había notado que yo iba en otra dirección. Ni siquiera se dio cuenta de mi estrategia de subida y de bajada.

Como se podrán dar cuenta, lo único que quería era escribir. Ser por una vez Carrie Bradshaw y tener mi propia columna aunque fuera en un pasquín y no en el New York Times.
El punto crítico de todo esto fue hoy cuando me di cuenta de que mi texto importó nada, que a los lectores les dio exactamente lo mismo lo que decían mis ironías, que las metáforas eran solo mías y parecían la tonta anécdota del pasquín y nada más (si hasta me imaginó como leían a la protagonista, yo). O sea, cero impacto creativo en el lector incauto.
Lo único que importaba era averiguar si esa Antonieta Vergara era la colega, la que critica la educación, la que habló de la nación en su tesis (subámosle el pelo), la que se la juega desde su espacio por cambiar algo de la situación del país. ¿Es la misma Antonieta que está trabajando para Mosaico? ¿Acaso se está vendiendo a un gobierno universitario de derecha?
Qué horror, que desayuno más desagradable, el pan me pasaba seco por la garganta, el tecito se acabó rápido tratando de empujar las migas que se agolpaban en mi campana. Y el calor subiendo por mis mejillas indicaba que me estaba picando, porque la señorita de enfrente, mi colega, se estaba dando el gusto de acusarme de vendida. Sólo en ese instante cuestioné si había hecho bien en ‘arrendarme’. La verdad es que no me pagan un peso, lo que era peor para mi cuestionadora colega porque trabajar gratis para la derecha implicaba que comparto su ‘credo’.
Falso. Porque sólo quería escribir. Tal vez, arrendé mi ars, pero nada más.
Así que cuando la pica aumentaba le dije ¿Cuál es el problema en trabajar en un medio del lado contrario, si este te permite que muchas más personas te lean? ¿Lo que tu criticas, acaso lo lee o siquiera lo escucha alguien?
Finalmente le dije: Grínor Rojo escribe en el Mercurio, ¿significa eso que se hizo un capitalista –fascista?
No respondió, seguro que no conocía al maestro.

marzo 09, 2007

Soy feliz, soy una mujer feliz y quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad

8 de marzo...

Vaya. Es sorprendente terminar un día y decir hoy fue un día excelente.
En realidad, no se si pueda explicar con exactitud por qué repito una y otra vez lo bueno que fue este día como para que se hagan una idea de lo que fue (es) un día feliz.
Para algunos, un día libre puede ser un día feliz porque puede descansar, echarse en la cama todo el día y no pensar en nada. Dormir una larga siesta y hacer cucharitas con el novio o la novia sin ocuparse de las responsabilidades y deberes de la vida medianamente adulta. Sí, a mí que me gusta dormir me da la posibilidad de tener un día feliz. Aunque a veces el ocio me deprime, por eso creo que no es una buena definición.
O tal vez, un día en el que se programa un paseo a la playa y todo sale perfecto. Porque apenas se llega a la costa se da cuenta de que es marzo y que todos los bulliciosos veraneantes se han marchado a la capital mientras uno puede tomar solcito bien tranquila, escuchando las olas del mar. Leyendo los libros que en el verano no se leyó porque los niñitos que jugaban a la pelota no la dejaban tranquila de tanto peloteo de allá pa’cá o porque los vecinos de arena no dejaban de escuchar a Don Omar, tanto, que hasta se aprendió las canciones de reaggetton y ahora hasta puede hacer juicios entre el príncipe y el rey y tararear algunas de las melodías. Y nadar unos cuantos metros mar adentro porque anteriormente, cuando quiso entrar al agua, le dio un calambre en la pantorrilla que no se le pasó en días. Y aprovechar los últimos rayitos de sol para ver si se broncea esta vez y de ese modo olvidarse del rojo semáforo que le quedó marcado en la espalda y en los muslos consecuencia de la asoleada que se pegó tratando de aprovechar al máximo ese esquivo sol que le arruinó los pocos días de vacaciones. Si, definitivamente ése sí es un día feliz para mi, lamentablemente no me puedo dar el gustito de arrancarme unas horas a la playa porque vivo a unos 113 kilómetros de la más cercana y no puedo dejar así como así mis responsabilidades medianamente adultas. Así que no, claramente esa no es una razón para la felicidad del día de hoy.
Porque de ningún modo estuve hoy en la playa, ni tomé solcito, ni me leí los libros que no leí en el verano. Tampoco tarareé las canciones de Don Omar.
Tampoco tuve una tarde libre para echarme en la cama con mi novio. Es más, yo tuve que hacerle cucharitas, rascarle la espalada y los pelitos de la nuca las horas que pasamos juntos, y reírme de sus chistes repetidos que siempre se cortan a la mitad porque olvida el remate y ni siquiera pude dormir diez minutitos ni menos juntar las patitas bajo las sábanas.
Pero mi día corrió como agüita clara entre las piedras con ese sonido tan bonito que hacen las piedritas al chocar unas con otras o como el sonido de las olas cuando revientan en la orilla de la playa. Mi día sonó como canciones de esas que hacen suspirar como los boleros o las ‘Dos Gardenias’ de Ibrahim Ferrer. Fue un día tan bonito porque las primeras palabras que escuché fueron las de mi amor despertándome en el teléfono con todo el ruido de Transantiago detrás.
No sé como explicarlo pero hoy me sentí realmente alegre y es un día que no quiero olvidar.
Y esos momentos de tensión que viví con manos mojadas y todo se hizo tan risueño y alegre que los miedos y los nervios se quedaron afuera de la sala. Hasta me hablaron de mi nombre y de la famosa dueña y su caracterización holywoodense que hasta me dieron ganas de ver la película. Después tantas risas y palabras entretenidas tomando Coca Cola que me dejó con deseos de seguir hablando por horas y horas.
Y me sentí tan feliz con lo que estoy haciendo que tuve la necesidad de decírselo a todos, y hartas veces, porque escucho a mi corazón latiendo muy fuerte, como los bajos de un bolero, al darme cuenta de que no he errado el camino y de que hay más ganas que miedos de dar los pasos de los que cada día me convenzo más y a los que cada día les estoy poniendo todo el corazón.

Me sentí tan feliz de saber que hay muchas personas en mi vida que hacen que los días sean tan bonitos como el de hoy.
Mi día fue realmente hermoso, musical, alegre. Hace rato que no me sentía tan bien, tan feliz, tan segura, tan en sintonía con las personas de mi vida, las nuevas y las que están hace un tiempo.
Finalmente, todo funcionó como un paseo armado a última hora y sigue sonando, como agüita que corre entre las piedras.

marzo 05, 2007

Suaviter in modo, fortiter in re


Hoy comencé un nuevo proceso de educación, el Plan de Formación Pedagógica pero es un proceso diferente porque desde ahora ya no seré más alumna sino que tomaré el rol contrario, ahora estaré del otro lado de la sala de clases al frente de un grupo de jóvenes que esperarán de mi lo mismo que yo esperaba de mis profesores hasta el año pasado..
“Suaviter in modo, fortiter en re” era lo que sonaba en mi cabeza mientras la jefa de carrera nos hablaba del nuevo proceso. Esa frase la escuché durante mi aprendizaje en Letras y la dijo mi queridísimo maestro y hermano mayor letrado (lo adopté yo misma…) Ignacio Álvarez. Esa es la frase que desde hoy representará mi actitud en mi nuevo camino.
Mi paso por la enseñanza media fue en el liceo Carmela Carvajal de Prat un colegio donde había 8 cursos por nivel de 40 niñas en promedio por sala, es decir, era un lugar bastante poblado, por no decir sobre-poblado. Hoy recuerdo que entre tantas mujeres había mucha competencia porque hasta la más porra se había ganado un lugar en ese colegio, por eso, entre las niñas había una competencia oculta que hacía del colegio un lugar a veces bastante desagradable. Si eras la mejor alumna, te odiaban. Si ganabas algún concurso de poesía, te odiaban; si te elegían para visitar exposiciones u otras cosas te odiaban; si pololeabas con el niño más guapo del Nacional te odiaban; si eras amiga del profe guapo (que no lo era, pero era la única opción) también te odiaban. En fin, todas luchaban por destacar de una u otra manera. Y eso, sí que era angustiante.
Pero ahora, al sentirme del otro lado de la sala me puse a recordar mis años de colegio, en mis profesores y en como había sido mi experiencia en él. Nunca fui una alumna problema, siempre fui estudiosa y ordenada, pero no faltaron las oportunidades en que me expulsaron de la sala por estar conversando o riéndome.
La expulsión que más recuerdo fue en segundo medio. Nunca brillé en matemáticas, no eran mi fuerte ya que mi camino siempre, desde muy chica, iba por el lenguaje, la literatura, la música y las artes. Ese año, el profesor de matemáticas, Jorge Sandón, distribuyó la sala a su manera basándose en los resultados de la primera prueba. Como pueden imaginar los míos no eran de lo mejor así que me sentaron en la segunda fila al lado de una niña, Yesenia, que hoy estudia medicina en la USACH. Atrás mío estaba mi amiga brillante en matemáticas, Geraldine (con vergüenza confieso que me hacia los ejercicios en las pruebas, ahora terminó Derecho en la Chile) con mi amiga no brillante, Marjorie (Estudia Construcción en la PUC).
El asunto es que este profe siempre fue centro de burlas y de risas de parte de nosotras: era un gordo (bien gordo) con pechugas, que usaba un pachulí que se olía desde la escalera, caminaba con un balanceo de lado a lado (seguro que por el peso), hablaba todo en un tono parejo y de ultratumba. No era un profe pesado, pero yo me aterraba cuando tenía sus clases y escribía cuatro ecuaciones en la pizarra, llamaba a las alumnas según la fecha y la lista (lo que era positivo para mi porque era la número 44 de la lista) y fúnebremente decía: “Qué es lo que tiene, como lo desarrolla y a qué es lo que llega”. Los minutos previos, mientras llamaba, eran terribles para mí, no lo miraba, rogaba para que no saliera mi número y siempre agradecía que el calendario llegara sólo hasta el 30 o 31.
Bueno, resulta que este profesor tenía un libro de cabecera: el famoso Álgebra de Baldor. Pero el tenía un problema con las “x” y las pronunciaba como “s”, por eso cuando se refería al libro siempre decía “testo” lo que, como malas adolescentes que éramos, era motivo de silenciosas risas. Una vez nos propusimos contar cuantas veces decía “testo” durante la clase; ante la primera palabra mi compañera brillante, Geraldine, que estaba detrás a mi lado izquierdo comenzó a llamarme. Pero no se dio cuenta de que el profe había dejado de hablar y la estaba mirando fijamente, yo me hice la tonta y seguí atenta a la clase. Después de varias llamadas Geraldine se dio cuenta y con cara de susto miro al profe mientras él le decía: y a usted que le pasa. Ella respondió que nada, que necesitaba pedirme un lápiz. Ante la mentira el profe se enfureció y le dijo que se retirara de la sala. Luego, el profe miró en mi dirección y dijo “y usted también salga”. Pero como yo me había hecho la tonta no sabía si la orden era para mí o para Marjorie; entonces me di vuelta y le dije: ¿tú o yo? , hecho que enfureció tanto a Sandón que terminamos las tres afuera de la sala. Todavía no cerrábamos la puerta cuando explotamos en carcajadas. Pero la historia no termina ahí. Era tanto lo que nos reíamos que el profe salió a retarnos nuevamente. Después de su discurso nos mandó a la biblioteca y nos dijo “saquen el testo de Baldor y se ponen a hacer ejercicios”. Ya se me imaginaran como fueron las carcajadas.

Bueno, ahora que yo estaré en el lugar de Sandón, de George Pinto (de quien hablaré en otra oportunidad), de Inés Olivares o de la profe de Religión me aterra la idea de ser el centro de risas si se me sale lo flaite (mi novio siempre me molesta diciendo “sha casha la profe” cuando algo me sale medio flaite) o que nadie me pesqué o por cualquier cosa que me haga vulnerable ante mis alumnos.

Mi oración de ahora en adelante será “suaviter in modo, fortiter in re”. Con esa fórmula espero que todo salga bien.

febrero 27, 2007

Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos. (Borges)


Anoche me quedé hasta muy tarde conversando con una amiga a la que no veo hace poco más de un mes. La verdad, es que la aparición de esta persona en mi vida fue totalmente casual (bueno, como casi todos los encuentros) pero especial porque descubrí a una mujer muy grande, fuerte y sensible, con una expresividad desbordante que muchas veces desconcierta. Pero así es ella y me gusta como es.
Aunque aún no somos confidentes de alma, poco a poco vamos develando cosas de nuestras vidas que nos van poniendo cada vez más la una al lado de la otra. Y eso ha sido bueno porque luego de sentir que los caminos entre dos personas se van separando dado que las niñas son hoy dos mujeres diferentes, descubrir que siempre habrá más gente a tu alrededor es algo que deja el corazón en paz.
Y no duelen tanto las despedidas.
La conversación de anoche terminó con una confesión de mi parte, la que provino de una copucha de hace cuatro años, cuando aun no conocía (personalmente) a esta nueva amiga, sino que era una más dentro del patio de la Facultad. Luego, de enterarme de toda la copucha (y confieso que no había mas intención que resolver mis dudas) mi amiga me dijo, un tanto extrañada -qué añejo, la verdad es que en ese momento fue algo doloroso y traté de olvidarlo.
Sí, en realidad era extraño porque la historia no me tocaba directamente sino que la había conocido por medio de otra persona. Pero no lo había olvidado. En ese momento me di cuenta de que hay muchas cosas que no puedo olvidar, que simplemente están ahí como si hubiesen ocurrido hace muy poco tiempo, que guardo el recuerdo con todo lo que implica: no sólo el hecho, sino también lo que sentí.
Y se lo dije: -es que soy un poco como Funes, aunque guardando las proporciones- porque sus “… recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños”. Es decir, yo recuerdo mucho y con muchas propiedades los instantes, pero nunca tanto como el famoso personaje de Borges.
Recordar tan intensamente es una buena cualidad, porque siempre podremos regresar a las cosas que nos hicieron reir, que nos dieron alegría o a momentos, y valga la redudancia, inolvidables. Sin embargo, muchas veces es bien poco saludable, porque como recuerdo con sentidos y todo, si algún recuerdo es doloroso, me sigue doliendo como se repite una imagen en el espejo…hasta el infinito. Como un deja vu.
Mi amiga se espantó y me hizo una pregunta que parecía no tener relación con el asunto de la memoria –¿tú ordenas tu closet?- me dijo. Claro que sí, bastante seguido saco la ropa que no me gusta, lo que ya no uso. Bueno, para ella olvidar era tan necesario como sacar la ropa vieja y me propuso desprenderme de los malos recuerdos. Que era casi una obligación pro salud mental.
Pero yo le dije que yo no olvidaba, que los recuerdos estaban ahí casi materialmente si es que puede decirse eso y que nunca me cuestioné el hecho de que recuerde tantas cosas. Por ejemplo, hace un par de años reviví un momento de antes de los cinco años cuando mi país estaba en dictadura. Para mí, la dictadura nunca fue una realidad vivida, sino aprendida de mis padres hasta el momento en que reviví sensitivamente y a través de mi memoria que también crecí en dictadura. Recordé a unos militares apegados a los muros exteriores de mi casa con sus armas en las manos. Primero dudé de la veracidad, pero mi padre me confirmó la existencia del hecho y como lo viví yo a esa incierta edad. Ninguna sensación había cambiado diecinueve o veinte años después.
Recuerdo, siento, revivo mis recuerdos, me río con ellos, lloro con ellos, están forjados en mi sangre y en mi tinta y nutren mis palabras. Mi nuevo proyecto literario consiste en una reescritura de mis recuerdos, de cómo viví y sentí, y además crear, a partir de los míos, otros recuerdos.
O sea, todo en mi se basa en la memoria, me acuerdo de tantas cosas, sin poder determinar cuál es el patrón que me hace recordar una u otra experiencia, ya sea buena o mala o neutra. Yo recuerdo.
Según mi amiga no es para nada sano recordar tanto y, además, sentir los recuerdos. Porque para peor se recuerdan las experiencias dolorosas con más intensidad que las alegres. Es que a veces la alegría es menos intensa que el dolor. El dolor es una huella que cuesta borrar. La alegría, por el contrario, es más efímera.
Mi memoria es inferior a aquella que poseía Funes, pero claramente superior a la de mi amiga.
Sin embargo, a veces, yo también quisiera olvidar.

febrero 26, 2007

Dime cómo te llamas y te diré quién eres


Mi nombre es María Antonieta, pero la verdad es que poco y nada sé de la dueña de ese nombre: la famosa reina, que murió guillotinada.
Tampoco sé porque mis padres eligieron este nombre para mí, como dije por ahí esperaban al hombrecito (soy la menor de tres hermanas). De chica, creo que lo odiaba bastante debido a que cada vez que alguien decía mi nombre lo terminaba con la frase “...de la Nieves, como la Chilindrina”. Aunque me encanta el Chavo del 8, el personaje en cuestión no era precisamente una niñita agradable y no era de mi gusto que la gente sólo ligara mi nombre con ella.
La primera vez que me sentí más a gusto con mi nombre fue cuando un señor que vendía papas en la feria escuchó mi nombre cuando mi mamá me llamaba. “Que lindo nombre” me dijo: "usted tiene el nombre y el porte de una reina". A los 8 años uno solo era la reina del papá, pero que algún desconocido te dijera reina y no en sentido de piropo chileno (lo que sería algo así como yeina) es un halago bastante bonito. Además, me daba gusto que no me ligara al apestoso personaje mejicano.
Luego, volví a odiar mi nombre porque ya no me lo decían pues para todos era simplemente María, como la teleserie. Siempre he sentido que ese nombre tan significativo para la cultura occidental es demasiado seco y muy violento con tantas vocales abiertas y un hiato más encima, una “r” que a pesar de ser suave en conjunto con “i” suena fuerte. Definitivamente, ese nombre no me gusta, pero por largos años fui conocida únicamente así: María Vergara. Todavía en algunos lugares me llaman así y la verdad es que no me gusta, no me gusta que las personas lo escuchen y peor aun no me siento dueña de ese nombre. En esos años sólo una persona me llamó por mi nombre y me hacía sentir como si fuera la reina, era la profesora de francés que me decía Marie-Antoinette.
Luego, las personas se acostumbraron a llamarme por cómo me decían mis papás, Toña o Toñita. Hasta hoy son muchas las personas que me llaman así. Y es muy raro cuando ellos me dicen María Antonieta.
Más grande, para evitar que la gente me dijera María, opté por decir solo el Antonieta. Hoy también existe un gran grupo de personas que me dicen así y de hecho es raro cuando ellos me dicen Toña o Toñita.
Hoy no sé a cual nombre me ligo más. Tengo afectos con todos ellos, menos con María a secas obviamente, pero cada uno de mis nombres tiene sentimientos especiales, hasta el nombre privado que mi novio me dio.
Cuando firmo un mail (o una carta) nunca sé cuál nombre poner, incluso en algunos he puesto más de uno. Después de todo no se que tanto pueda decir el nombre sobre cómo es uno, aunque la elección que hagan los padres tenga un significado particular, el vivir de cada uno dice quién eres y ya no más tu nombre.
Por eso, he escrito esto más allá de cómo me llamen, más allá de si el nombre perteneció a una reina que perdió la cabeza…Bueno, y si es que algo dice de ti el nombre lo único que espero es no terminar como ella!
(just me)

En cuatro ruedas...una extraña relación


Hace dos años decidí tomar un curso de conducción y ver como me iba con eso de usar ruedas y no pies. Luego, de rendir dos veces el examen de conducción recibí la ansiada licencia, válida por seis años.
Tras unos meses de obtener el preciado documento mi papá decidió comprar un auto, por eso comencé a instruirme en modelos: me gustaron los Renault Megane II: un auto grande, medio raro en sus formas, bien “potón” como algunos piensan que es y elegante, pero también bien inalcanzable. Compró un auto más normal, un Hyundai elantra, bien topísimo, pero con la pintura un poco gastada.
Con recelo me subí, era tan grande comparado con el autito pequeño en el que aprendí a manejar, tan aerodinámico, tan rápido, y con una cola tan larga que me aterraba poner reversa. Tardé meses y dos topones en sentirme más en confianza con él hasta que de a poco comencé a tener una relación más próxima con los autos, incluso empecé a tomarle el gustito de manejar, de andar a buena velocidad en las autopistas y de salir en mis cuatro ruedas.
La relación con mi auto se ha vuelto un poco “masculina” en el sentido de los vínculos que los machos tienen con sus autos: se sienten los dueños del mundo cuando están sobre ruedas. Bueno yo no me siento la dueña del mundo, pero sí bastante cómoda aunque en una forma más sensible.
Esto, porque además de lo entretenido que se hace andar a gran velocidad y ser como Rayo Mcqueen, mi auto se convirtió en confidente de mis penas y cada vez que me he sentido triste y traicionada por alguna situación compleja, subo a mi auto y éste con su radio cebollera me acompaña en los minutos de pena, rabia y soledad; mi auto y su apacible velocidad logra relajarme y me ayuda a serenarme cuando la tristeza es mucha.
Una vez escuché que en las noches es común ver en un semáforo en rojo a conductores llorando. La noche y las calles de la ciudad se plagan de personas que sin tener alguien que les presté un hombro para llorar, se sientan al volante y conducen, como si en el gesto de avanzar trataran de conducir sus vidas.
Poner primera, segunda, tercera y acelerar, recorrer el camino de la vida y sortear los baches que en ella aparecen, tantos como las mismas calles de Santiago. Buscar la próxima avenida iluminada y detenerse, sentir que a pesar de las penas y los dolores podemos seguir conduciendo hacia delante, sentir que siempre tendremos caminos que recorrer y que nuestro norte (o sur) sigue ahí esperando por nuestras ruedas.
En fin, todo movimiento se reduce a la metáfora de la vida a cómo nos conducimos en ella y a como sorteamos los baches que ella nos pone.
A veces cuando el dolor es mucho, el ronroneo de mi auto es el único, lo único que me guía.

febrero 25, 2007

Las palabras que no podemos decir


Hay palabras que socialmente están marcadas, es decir, son algunas palabras de nuestro idioma que simplemente no podemos decir porque el tiempo y el uso han ido dejándolas en el baúl de palabras prohibidas.
Por ejemplo, la mayoría de ellas están ligadas a temas tabúes, para las cuales inventamos o usamos distintas palabras que nos permiten decirlas sin acercarnos directamente a ellas. Uno de los mayores tabúes son aquellas palabras ligadas al sexo o a los órganos sexuales.
Decir “duro” o “blando” inmediatamente nos causa una risita cómplice. Ni hablar de palabras como “erecto” la cual no existe casi en nuestro lenguaje cotidiano. Y así muchas palabras como “caliente”, “concha”, “pico”, “pisar”, “hoyo”, etc. (y no puedo seguir diciéndolas…)
Pero esas palabras prohibidas son parte de nuestro humor. El recurso de las palabras marcadas compone gran parte de las rutinas humorísticas o de nuestras bromas del diario vivir.
Una vez llevábamos con mi hermana unas bandejas con hamburguesas. Al salir al patio una de las que llevaba mi hermana estaba resbalando a lo que le dije “dile a la Martina que te lo ataje” (aclaro, la Martina es mi perra). Ante mi sugerencia, mi hermana comenzó a reír descontroladamente, sin entender el porqué de tanta risa le pregunté; según ella yo le había dicho “dile a la Martina que te lo encaje”.
Otra vez me ocurrió mientras compraba cigarrillo; el señor, al preguntarme por el tipo de cajetilla que compraría, inocentemente me dice “quiere dura o blanda”. Para no perder la picardía que nos caracteriza y sin poder contener la risa le dije “obvio que dura”. Claramente, me refería a la cajetilla.
Y esa última frase es el recurso que tenemos en defensa propia cuando decimos una de las palabras marcadas: “me refería a” “estoy hablando de”; siempre para que no seamos malinterpretados o para mantener la seriedad de la conversación. Claro que si nuestro interlocutor es mucho más rápido que nosotros, tendremos un momento de diversión bastante agradable.

Pero existen unas palabras privadamente marcadas. Palabras que uno simplemente no puede decir. Para mi es la palabra “prieta”. Y no la puedo decir porque inmediatamente recuerdo las dos experiencias que en mi vida tuve con dichos “alimentos”.
La primera vez que me encontré con las “p…” fue cuando era muy chica y me invitaron a almorzar a la casa de una amiga. El almuerzo era puré con prietas. Casi me morí cuando vi esas cosas en mi plato: tan negras, moradas…como el color de un machucón en las piernas por jugar, tan feas. Hasta ese momento todavía era una niña educadita y no rechazaría el almuerzo. Pero mi impacto fue mayor cuando enterré el cuchillo en esa cosa y salió el color a costra seca y se esparció por el plato, casi a punto de tocar el puré. En ese momento, toda mi educación se quedó fuera del comedor y, simplemente, no me las pude comer.
El segundo encuentro, fue hace un par de años mientras andaba en una feria. De repente sentí un olor desagradable que provenía de una olla humeante. Me acerqué a mirar qué eran y unas cosas extrañas, de un color café claro, se ofrecían a los transeúntes. Ya su aspecto y olor me produjeron una sensación de asco. Y sin exagerar, y razón por la cual no puedo decir la famosa palabra, sentí unas ganas horribles de vomitar con arcada y todo cuando la señora que vendía ofreció a toda boca sus productos “calentitas las prietas, calentitas las prietas”.

De dónde para dónde...?


Si eres de Santiago, seguramente este ha sido el tema de conversación más recurrente desde el 8 de febrero. Bueno, ya estamos a 25 pero siento que todavía queda discusión para rato. Claramente, me refiero a Transantiago.

El día que comenzó el plan de renovación de la locomoción colectiva venía llegando de la playa, pero como soy precavida me fui con tarjetita y todo a disfrutar del sol y de las aguas del mar. Al llegar, Santiago era un verdadero caos.
Siempre me sentí muy proactiva respecto del mentado sistema, asumí una postura en la que pondría todo de mi parte para que resultara, aun sintiendo que a pesar de mi buena disposición lo más claro era que quedaría la gran cagada capitalina.
Y como ya dije, así fue.
Santiago y los santiaguinos estaban enrabiados. Y todos buscaban por todas partes al culpable: Bachelet, el ex presidente Lagos y hasta el mismísimo Zamorano quien “prestó” su cara que por ser más cercana al pueblo (el principal usuario de la locomoción colectiva), era una imagen que nos acercaba a Transantiago.
A pesar de mi buena onda con el nuevo sistema, tenía un temor oculto, un temor clandestino según la explicación de Natalia. Vivo en Quinta Normal y si los micros amarillos nunca pasaban, ¿pasarían ahora que serían grises?
Con esa pregunta el panorama sí que se hacía gris. Muy gris.
Sábado y domingo me pegué a los noticiarios para ver las opiniones de la gente: lo único que veía era malestar, enojo, rabia, puros sentimientos negativos. Que el mapa no se entiende, que no hay tarjetas, que la micro no pasa, que esto, que lo otro.
Ya me sentía totalmente indignada con la gente (obvio, siempre espero que todos sean un poco como yo). Convencí a mi novio de que Transantiago sí era una buena opción, que era necesario un cambio para la ciudad, dándole con gruesos argumentos de su propia experiencia. Uno menos!
Pero mayor fue mi enojo con la gente el día lunes, cuando me desperté temprano únicamente para ver los noticieros y el in-situ de lo que estaba ocurriendo en las calles: todo se volvía un desparramo de amenazas. Muchas de ellas se han cumplido.
Sin embargo, en Quinta Normal se respiran aires de calma, por lo mismo, yo los respiro también. Si bien no hay más recorridos, éstos pasan y nos acercan a lugares desde los que nos podemos mover a todo Santiago. Tenemos buses para elegir: buses y micros como las diferencia mi sobrino de tres años, las grandes y verdes y las grises, respectivamente.
Mi experiencia con Transantiago se ha hecho totalmente satisfactoria, es más, podríamos aseverar que nos ha cambiado la vida (aunque suene exagerado). Ahora sí tenemos buses que pasan.
Creo que debemos acostumbrarnos y no dar pie atrás; si nos demoramos un poco, bueno ya saldrá mejor.
Por mi parte, ya he decidido como serán mis viajes a la universidad a partir de marzo. Sólo me queda un temor clandestino:
¿Cómo me iré, y de dónde para dónde, si mi práctica es en chuchuncucity?

febrero 21, 2007

Michelín

Este es uno de mis primeros cuentos, por lo menos de los conservados. Lo escribí cuando era una adolescente de jumper, loca y atrevida. Hoy recojo sus líneas y diálogo con ellas, en un diálogo en el que pesan las experiencias actuales y los ocho años que existen entre hoy y ellas.

MICHELÍN

Nunca supe de dónde ni cómo apareció, pero en unos cuantos flashes amarillos frente a mis ojos el cuerpo de un hombre increíblemente atractivo estaba de pie, justo, frente a mí. Distraída dentro de una fascinante pintura de Roberto Matta, "Eros de L'universe" (nombre que podríamos darle al extraño y perturbador visitante) me disponía a subir pronto al asiado bus amarillo (porque en ese entonces eran amarillos).
Como hace unas pocas semanas atrás, en ese tiempo Plaza Italia era una de las intersecciones más bulliciosas de la capital, sin embargo, sumergida en los amarillos ocre de la pintura había olvidado que me encontraba en esa calle transitada y contaminada de Santiago. El cuerpo del Eros capitalino, que imprudentemente se posó frente a mi, me tiró de golpe al suelo de la realidad y al rugir violento de los microbuses.
No debemos olvidar que en ese entonces yo era una adolescente loca y apasionada, una pingüina agrandada que soñaba con escribir las mejores historias, por lo que cualquier situación cotidiana se convertía rápidamente en tema de cuento.
Volviendo a la historia del Eros; éste, sin notar que vestía un negro jumper escolar, atrevidamente me miró a los ojos, verdes ojos atravesando mi mirada, sus ojos me recordaron el verde usado ilusamente por Matta. No atiné a nada más que a hundir mi inocente mirada, profanada e incomodada por esa descarada mirada, en la pintura intentando volver a navegar por el universo de color. Sin embargo, sentía el calor de sus ojos y el color de su cuerpo insistentemente sobre mí.
Y eso, sin duda, me desorbitaba.
Pasaron algunos minutos y muchos buses cuando volví a mirarlo escondida entre la gente que repletaba el incipiente paradero. Esta vez no perdí tiempo: lo miré de pies a cabeza. Con una mirada tocante recorrí cada rincón visible de su cuerpo. Su espalda ancha me insinuaba el cuerpo de alguien que alguna vez me hizo estremecer; sus brazos largos y aparentemente fuertes, dibujaron en mi mente intrusa la sensación de calor de unos brazos ajenos, sus largas piernas bajo su ropa oscura... Sin lugar a dudas era un cuerpo casi perfecto.
Sin embargo, debo aclarar por qué digo “casi perfecto”: el hombre llevaba puesto sobre su cuerpo un abrigo de cuero negro que dejaba a la vista sólo las líneas de su figura.
Creo que percibió la intensidad de mis ojos indagando en su cuerpo, convirtiéndose en personaje de cuento, porque rápidamente los buscó insertando su pupila en la mía. Noté su mirada misteriosa, la forma indescriptible de su nariz y, un poco incómoda, bajé la intensidad de mis ojos hacia el artículo de Matta.
En ese momento, la osada adolescente que yo me creía se quedó sólo en “o”, sólo en “oh no”.
Ahora sí ansiaba la llegada del microbús.
Mientras leía, sentí como su mirada curiosa recorría mi cuerpo. Cuántas ideas habrá gestado en su mente durante esos segundos, así como yo lo hice. Su mirada buscó las letras del artículo y, por qué no, mis manos creadoras, desconocidas para él.
Levanté la vista y vi, finalmente, el microbús que debía tomar. Por coincidencia o destino, él esperaba el mismo. Me pregunté: ¿Cuántos hombres atractivos que ves en la calle van en tu misma dirección? ¿Serán cinco? Quizás. Todo parecia genial, casi hecho para ser cuento, pero mis expectativas y las de él se vieron destruidas cuando el bus de amarillo intenso pasó por la parada sin intenciones de detenerse.
Continué leyendo y a los pocos minutos un nuevo bus del recorrido 236 se detuvo en el paradero de la Plaza Italia. Comenzamos a caminar casi juntos y nos subimos al bus. Él usó el absurdo cobrador automático que se alzaba majestuoso a pocos días de su triunfal estreno y afectando a los usuarios sin hacer distinciones de sexo ni edad y provocando más de algún histérico colapso del chofer (vaya, las coincidencias de la vida). El cuerpo del hombre se interpuso entre los brazos del cobrador y yo. Volvió a mirarme y avanzó por el pasillo hacia el final del bus. Me enfrenté, como siempre, a un bus lleno con los vidrios empapados de sudor y con rostros inmutables frente a todo. El único asiento libre estaba en la fila de los atrevidos obreros de la construcción y precisamente al lado del atractivo hombre. Avancé con seguridad y en pos de seducción, me senté a su lado (en ese entonces sí era atrevida, hoy ni loca).
A los pocos minutos de viaje la historia que parecía ser la del tipo “príncipe azul” (en micro), comenzó a revertirse. Como todos los comunes, todos los arribistas y como todos los “poseros” sacó su celular y lo dejó en sus manos, ¿Para qué? ¿Acaso lo estaban llamando? ¡No! Sólo lo hizo por “posero”.
De reojo miraba cada uno de sus movimientos, en uno de ellos su mano libre subió hasta su cara y comenzó, casi con todos sus dedos, a hurgar los rincones de su nariz, examinando luego el contenido extraído.
Con la misma cara de repugnancia que hoy uso, sólo seguí leyendo el artículo de Matta, porque el guapo hombre de la Plaza Italia ya no lo era tanto.
De pronto, bajo un estruendoso bocinazo, llegó a mis oídos susurro de su voz. Podría pensarse que su voz, como su cuerpo, estaba llena de sensualidad. Pero no, su voz era carraspeada y finísima, “me das permiso”, dijo, por tercera vez el cuerpo de ese hombre que me recordaba a alguien realmente sensual, se derrumbó. Se ubicó dos asientos más adelante cuando el bus se detuvo en una nueva parada.
Fue en ese momento cuando lo atractivo fue cambiado por lo grotesco, cuando la sensualidad se hizo obscena, cuando el príncipe azul se convirtió en la rana de los cuentos, esa que de ninguna manera me atrevería a besar y cuando su cuerpo, que parecía sensual, comenzó a causarme repulsión.
Se quitó su abrigo dejando a la vista, y para castigo del resto de los pasajeros, la camisa negra apretada que llevaba puesta. En otro no me hubiese sorprendido, pero en él me produjo espanto. Su cuerpo estaba lleno de grasa, sus brazos sí eran grandes, pero no porque su musculatura hubiera estado desarrollada, sino porque eran brazos como losde un luchador de sumo; eran brazos llenos de celulitis y su piel choreaba sudor grasoso. Al verlos sentí escalofríos.
¡Y eso no fue todo!.
Al ver su abdomen me di cuenta de que un enorme neumático salía de él y se movía como una gelatina húmeda. Traumático. Ahora ese hombre atractivo se había convertido en el hombre “Michelín” de la publicidad. Su abdomen servía como rueda de repuesto para el bus. Era una masa voluptuosamente grasosa.
Todo esto me recordaba la clase de literatura cuando hablábamos de la mezcla de lo bello y lo grotesco, la gran diferencia era que todo era grotesco, en ese cuerpo-grasa no quedaba nada bello. Ni siquiera sus ojos verdes, que en un momento me recordaron la pintura de Matta, porque ahora su color eran el reflejo de la personalidad “viejo verde” que miraba con morbosidad a todas las adolescentes con jumper. Su mirada me producía escalofríos de repulsión.
Los baches que el bus trataba de evadir producían un inevitable movimiento de las enormes masas de grasa de las que Michelín era dueño.
Los minutos siguientes los pasé evitando su mirada pervertida, que ahora parecía interesada en lo que yo estaba escribiendo. ¿Habrá sido clarividente y notó lo que pensaba de él? No creo, imagino que aun se creía el cuento de era un modelo “top” pero su cuerpo se asemejaba más al de un top-lero de cabaret de mala clase.
Michelín volvió a cubrir su cuerpo grasoso con el abrigo, se levantó, tocó el timbre del bus y se bajó. Desde la vereda su mirada volvió a atravesarme y, sin dudar, mi rostro expresó con una mirada la gran repulsión que él me provocaba. Afortunadamente el chofer aceleró bruscamente dejando atrás la mancha de grasa.
Inevitablemente comencé a reír, de mi y de cómo mi imaginación equívoca convirtió un cuerpo burdo en el cuerpo verdaderamente perfecto que alguna vez conocí.
Mirando hacia atrás, creo que hoy jamás hubiese mirado al joven Michelín como lo hice, creo que no hubiese encontrado nada atractivo en él. Tal vez el hecho de querer ser escritora a sangre me hacía buscar motivos literarios en todas partes. Bueno, por lo menos en ese tiempo tenía temas.
Es más, creo que hoy, ya sin jumper, no me atrevería a mirar tan atrevidamente a un hombre en la calle, como lo hice entonces.