marzo 09, 2007

Soy feliz, soy una mujer feliz y quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad

8 de marzo...

Vaya. Es sorprendente terminar un día y decir hoy fue un día excelente.
En realidad, no se si pueda explicar con exactitud por qué repito una y otra vez lo bueno que fue este día como para que se hagan una idea de lo que fue (es) un día feliz.
Para algunos, un día libre puede ser un día feliz porque puede descansar, echarse en la cama todo el día y no pensar en nada. Dormir una larga siesta y hacer cucharitas con el novio o la novia sin ocuparse de las responsabilidades y deberes de la vida medianamente adulta. Sí, a mí que me gusta dormir me da la posibilidad de tener un día feliz. Aunque a veces el ocio me deprime, por eso creo que no es una buena definición.
O tal vez, un día en el que se programa un paseo a la playa y todo sale perfecto. Porque apenas se llega a la costa se da cuenta de que es marzo y que todos los bulliciosos veraneantes se han marchado a la capital mientras uno puede tomar solcito bien tranquila, escuchando las olas del mar. Leyendo los libros que en el verano no se leyó porque los niñitos que jugaban a la pelota no la dejaban tranquila de tanto peloteo de allá pa’cá o porque los vecinos de arena no dejaban de escuchar a Don Omar, tanto, que hasta se aprendió las canciones de reaggetton y ahora hasta puede hacer juicios entre el príncipe y el rey y tararear algunas de las melodías. Y nadar unos cuantos metros mar adentro porque anteriormente, cuando quiso entrar al agua, le dio un calambre en la pantorrilla que no se le pasó en días. Y aprovechar los últimos rayitos de sol para ver si se broncea esta vez y de ese modo olvidarse del rojo semáforo que le quedó marcado en la espalda y en los muslos consecuencia de la asoleada que se pegó tratando de aprovechar al máximo ese esquivo sol que le arruinó los pocos días de vacaciones. Si, definitivamente ése sí es un día feliz para mi, lamentablemente no me puedo dar el gustito de arrancarme unas horas a la playa porque vivo a unos 113 kilómetros de la más cercana y no puedo dejar así como así mis responsabilidades medianamente adultas. Así que no, claramente esa no es una razón para la felicidad del día de hoy.
Porque de ningún modo estuve hoy en la playa, ni tomé solcito, ni me leí los libros que no leí en el verano. Tampoco tarareé las canciones de Don Omar.
Tampoco tuve una tarde libre para echarme en la cama con mi novio. Es más, yo tuve que hacerle cucharitas, rascarle la espalada y los pelitos de la nuca las horas que pasamos juntos, y reírme de sus chistes repetidos que siempre se cortan a la mitad porque olvida el remate y ni siquiera pude dormir diez minutitos ni menos juntar las patitas bajo las sábanas.
Pero mi día corrió como agüita clara entre las piedras con ese sonido tan bonito que hacen las piedritas al chocar unas con otras o como el sonido de las olas cuando revientan en la orilla de la playa. Mi día sonó como canciones de esas que hacen suspirar como los boleros o las ‘Dos Gardenias’ de Ibrahim Ferrer. Fue un día tan bonito porque las primeras palabras que escuché fueron las de mi amor despertándome en el teléfono con todo el ruido de Transantiago detrás.
No sé como explicarlo pero hoy me sentí realmente alegre y es un día que no quiero olvidar.
Y esos momentos de tensión que viví con manos mojadas y todo se hizo tan risueño y alegre que los miedos y los nervios se quedaron afuera de la sala. Hasta me hablaron de mi nombre y de la famosa dueña y su caracterización holywoodense que hasta me dieron ganas de ver la película. Después tantas risas y palabras entretenidas tomando Coca Cola que me dejó con deseos de seguir hablando por horas y horas.
Y me sentí tan feliz con lo que estoy haciendo que tuve la necesidad de decírselo a todos, y hartas veces, porque escucho a mi corazón latiendo muy fuerte, como los bajos de un bolero, al darme cuenta de que no he errado el camino y de que hay más ganas que miedos de dar los pasos de los que cada día me convenzo más y a los que cada día les estoy poniendo todo el corazón.

Me sentí tan feliz de saber que hay muchas personas en mi vida que hacen que los días sean tan bonitos como el de hoy.
Mi día fue realmente hermoso, musical, alegre. Hace rato que no me sentía tan bien, tan feliz, tan segura, tan en sintonía con las personas de mi vida, las nuevas y las que están hace un tiempo.
Finalmente, todo funcionó como un paseo armado a última hora y sigue sonando, como agüita que corre entre las piedras.

marzo 05, 2007

Suaviter in modo, fortiter in re


Hoy comencé un nuevo proceso de educación, el Plan de Formación Pedagógica pero es un proceso diferente porque desde ahora ya no seré más alumna sino que tomaré el rol contrario, ahora estaré del otro lado de la sala de clases al frente de un grupo de jóvenes que esperarán de mi lo mismo que yo esperaba de mis profesores hasta el año pasado..
“Suaviter in modo, fortiter en re” era lo que sonaba en mi cabeza mientras la jefa de carrera nos hablaba del nuevo proceso. Esa frase la escuché durante mi aprendizaje en Letras y la dijo mi queridísimo maestro y hermano mayor letrado (lo adopté yo misma…) Ignacio Álvarez. Esa es la frase que desde hoy representará mi actitud en mi nuevo camino.
Mi paso por la enseñanza media fue en el liceo Carmela Carvajal de Prat un colegio donde había 8 cursos por nivel de 40 niñas en promedio por sala, es decir, era un lugar bastante poblado, por no decir sobre-poblado. Hoy recuerdo que entre tantas mujeres había mucha competencia porque hasta la más porra se había ganado un lugar en ese colegio, por eso, entre las niñas había una competencia oculta que hacía del colegio un lugar a veces bastante desagradable. Si eras la mejor alumna, te odiaban. Si ganabas algún concurso de poesía, te odiaban; si te elegían para visitar exposiciones u otras cosas te odiaban; si pololeabas con el niño más guapo del Nacional te odiaban; si eras amiga del profe guapo (que no lo era, pero era la única opción) también te odiaban. En fin, todas luchaban por destacar de una u otra manera. Y eso, sí que era angustiante.
Pero ahora, al sentirme del otro lado de la sala me puse a recordar mis años de colegio, en mis profesores y en como había sido mi experiencia en él. Nunca fui una alumna problema, siempre fui estudiosa y ordenada, pero no faltaron las oportunidades en que me expulsaron de la sala por estar conversando o riéndome.
La expulsión que más recuerdo fue en segundo medio. Nunca brillé en matemáticas, no eran mi fuerte ya que mi camino siempre, desde muy chica, iba por el lenguaje, la literatura, la música y las artes. Ese año, el profesor de matemáticas, Jorge Sandón, distribuyó la sala a su manera basándose en los resultados de la primera prueba. Como pueden imaginar los míos no eran de lo mejor así que me sentaron en la segunda fila al lado de una niña, Yesenia, que hoy estudia medicina en la USACH. Atrás mío estaba mi amiga brillante en matemáticas, Geraldine (con vergüenza confieso que me hacia los ejercicios en las pruebas, ahora terminó Derecho en la Chile) con mi amiga no brillante, Marjorie (Estudia Construcción en la PUC).
El asunto es que este profe siempre fue centro de burlas y de risas de parte de nosotras: era un gordo (bien gordo) con pechugas, que usaba un pachulí que se olía desde la escalera, caminaba con un balanceo de lado a lado (seguro que por el peso), hablaba todo en un tono parejo y de ultratumba. No era un profe pesado, pero yo me aterraba cuando tenía sus clases y escribía cuatro ecuaciones en la pizarra, llamaba a las alumnas según la fecha y la lista (lo que era positivo para mi porque era la número 44 de la lista) y fúnebremente decía: “Qué es lo que tiene, como lo desarrolla y a qué es lo que llega”. Los minutos previos, mientras llamaba, eran terribles para mí, no lo miraba, rogaba para que no saliera mi número y siempre agradecía que el calendario llegara sólo hasta el 30 o 31.
Bueno, resulta que este profesor tenía un libro de cabecera: el famoso Álgebra de Baldor. Pero el tenía un problema con las “x” y las pronunciaba como “s”, por eso cuando se refería al libro siempre decía “testo” lo que, como malas adolescentes que éramos, era motivo de silenciosas risas. Una vez nos propusimos contar cuantas veces decía “testo” durante la clase; ante la primera palabra mi compañera brillante, Geraldine, que estaba detrás a mi lado izquierdo comenzó a llamarme. Pero no se dio cuenta de que el profe había dejado de hablar y la estaba mirando fijamente, yo me hice la tonta y seguí atenta a la clase. Después de varias llamadas Geraldine se dio cuenta y con cara de susto miro al profe mientras él le decía: y a usted que le pasa. Ella respondió que nada, que necesitaba pedirme un lápiz. Ante la mentira el profe se enfureció y le dijo que se retirara de la sala. Luego, el profe miró en mi dirección y dijo “y usted también salga”. Pero como yo me había hecho la tonta no sabía si la orden era para mí o para Marjorie; entonces me di vuelta y le dije: ¿tú o yo? , hecho que enfureció tanto a Sandón que terminamos las tres afuera de la sala. Todavía no cerrábamos la puerta cuando explotamos en carcajadas. Pero la historia no termina ahí. Era tanto lo que nos reíamos que el profe salió a retarnos nuevamente. Después de su discurso nos mandó a la biblioteca y nos dijo “saquen el testo de Baldor y se ponen a hacer ejercicios”. Ya se me imaginaran como fueron las carcajadas.

Bueno, ahora que yo estaré en el lugar de Sandón, de George Pinto (de quien hablaré en otra oportunidad), de Inés Olivares o de la profe de Religión me aterra la idea de ser el centro de risas si se me sale lo flaite (mi novio siempre me molesta diciendo “sha casha la profe” cuando algo me sale medio flaite) o que nadie me pesqué o por cualquier cosa que me haga vulnerable ante mis alumnos.

Mi oración de ahora en adelante será “suaviter in modo, fortiter in re”. Con esa fórmula espero que todo salga bien.